Rebaño de ovejas pasando por el pueblo año 1962

Érase una vez en un pueblo de la Sierra de Cádiz allá por el año 1962 cuando sus calles Toledo, Trinidad, Nevada, Torre y otras se quedaron inundadas por el rebaño de ovejas más grande de la comarca que pasaba desde el valle junto al río y sus huertas a las altas montañas. Una especie de corta trashumancia por unas calles que debieron ser cañadas y veredas muchos años atrás cuando en la villa apenas había construcciones. Cientos de ovejas merinas pasearon por las calles guiadas en la cabecera por un gran carnero viejo de pesada cornamenta y ronco cencerro colgado de un cuello de gran goja llena de caillos. Conforme se iban despejando las calles las vecinas con sus escobas de retama y sus recogedores de madera se afanaban en juntar todas las cagarrutas para echarlas en sus espuertas y después a sus macetas que adornaban sus balcones y lucían hermosas flores. Detrás, en la retaguardia iban los pastores con varios perros que habían estado subiendo y bajando por los laterales para que ninguna oveja se metiese en ninguna casa puerta ni se desviase de la ruta por cualquiera de las bocacalles.

No fue la primera vez que vi a uno de los pastores que iba controlando el ganado. Su cara me era familiar pues vivía en una calle cercana a la mía y yo conocía a su maravillosa perra de agua llamada “Victoria”. El pastor se llamaba José de Miguel, apodado “José El Moro” , asalariado del magnate del ganado ovino de la comarca apodado “El Santo” que tenía arrendada tierras de buenos pastos por toda la sierra y más allá en algunos montes y llanos. No podría decir cuantas ovejas pues con aquella edad yo no entendía de grandes cantidades.

Pasó el invierno y no volví a ver las ovejas; pero sí a la perra Victoria a José El Moro y otros hombres de campo, arrieros que con sus mulos y unas carretas trajeron en junio cientos de sacos llenos de la lana de aquellas ovejas que acababan de ser esquiladas para almacenarlas en la Plaza La Trinidad en los sótanos de la casa del marchante de lanas “Diego Arena”. Este señor corrió la voz entre sus nietos para que dijeran a los niños, que siempre estábamos jugando en la plaza, que ayudáramos a juntar la lana montándonos encima de los sacos, muchos de ellos abiertos o rotos para que hubiese más espacio y poder meter más cantidad en aquellos sótanos. La lana venía muy sucia, maloliente, húmeda y llena de pinchos de todo tipo. José El Moro daba órdenes a los mozos, la perra buscaba posibles ratones o ratas escondidas en los sacos o boquetes de aquel sótano. Fue una tarde de júbilo para nosotros pues Don Diego Arenas nos dio unas cuantas perras gordas a cada uno para que nos compráramos caramelos en el Kiosko de “La Coia Panala”. Cuando volvimos a nuestras casas apestando a saurda, en mi caso, mi madre que tenía su academia de corte y confección en el salón de entrada a la casa lleno de alumnas bien vestidas y perfumadas llamó a su hermana Nati y le dijo que me quitase la ropa y diera un baño con un jabón fuerte de aquellos entonces que lavaba, desinfectaba y perfumaba… En menos de una hora ya estaba yo en la calle revestido de limpio, dispuesto a ver como iba la tarea de la lana en La Trinidad y me encontré de nuevo a aquella perra negra rizada y mojada que venía al lado de José. Lo seguí de lejos hasta que llegó a un corralete que había en su calle, abrió la puerta y en una de las cuadras metió a Victoria, cogió un jarro con agua de la pila y se la echó en un dornajo de corcho, cerró la puerta y se fue… Por lo que fuera, que aún no lo sé. Se me quedó grabado el nombre de la perra, su tipo, disposición al trabajo, la imagen de José El Moro con aquella chivata entre los hombros, su gorra sucia y el olor a cagajones de bestias ligados con zotal de la cuadra.

José, tenía mucho genio y no era muy dado a hablar con los niños; pero tenía 3 hijos y dos hijas y a su mujer le gustaban mucho los canarios. Yo lo que quería era un cachorrito de Victoria que nunca conseguí aunque me hice amigo de dos de sus hijos, el Pepe y el Paco. La perra crió una vez, que yo estuviera al tanto; pero yo era un niño al que se ignoraba y los cachorros apenas destetados se los llevaba a otros cabreros que se los tenían encargados.